Códigos universales y justos merecidos

La novela “Los hombres que no amaban a las mujeres”, la primera en la denominada trilogía Millenium del sueco Stieg Larsson, es excelente. Me gustó tanto que resolví ver la secuencia cinematográfica con el mismo nombre; también encontré bien entretenida la película.

Tres episodios encadenados –un asalto sexual a Lisbeth Salander (la protagonista), una segunda violación que ésta “busca” y video-graba, y su venganza despiadada– dieron origen a esta nota. Confieso que tanto en la novela como en la película sentí complacencia cuando Lisbeth le propina al malvado su justo merecido. ¿Es la sanción social a los perversos la expresión de un código universal o, más bien, el resultado de una evolución cultural? En cualquier caso, cuando la justicia se impone, los humanos experimentamos placer.

Los justos merecidos son apenas un capítulo de “Explicando la religión”, un proyecto internacional e interdisciplinario que durará tres años. Recientemente “The Economist”, la prestigiosa revista inglesa, cubrió los hallazgos iniciales de la investigación. Los macro-objetivos de “Explicando la religión” son el análisis de las variantes genéticas y culturales en las tradiciones religiosas y el entendimiento de los mecanismos que sostienen las conductas y las creencias religiosas.

En casi todos los credos hay premios a los virtuosos y castigos a los trasgresores. Para estudiar las sanciones terrenales casuales –los justos merecidos en esta vida– el filósofo y biólogo Nicolas Baumard, uno de los científicos participantes en el programa, armó un grupo de voluntarios que tenían que expresar su juicio sobre un relato de dos escenas con algunas variaciones.

En el primer acto, un mendigo solicita una limosna de un transeúnte; algunas veces éste se disculpa de manera cortés, en otras se comporta ofensivamente. En el segundo acto, el tacaño personaje se cae por un tropezón, un golpe de un vehículo o una zancadilla del indigente. Tras leer cada relato, los participantes debían juzgar la conexión, si la hubiera, entre las dos escenas: ¿Fue la caída del peatón ocasionada por su comportamiento con el mendigo? En cada entrevista, el doctor Baumard cronometró el intervalo entre pregunta y respuesta.

Los participantes, en general, no encontraron conexión moral entre los dos acontecimientos. Sin embargo, cuando el comportamiento del transeúnte hacia el mendigo había sido rudo y la caída de aquél había sido accidental, el intervalo para dar la respuesta fue mucho mayor que cuando el peatón había sido cortés o el mendigo había puesto la zancadilla.

Reconociendo que no lo puede comprobar, el doctor Baumard sugiere que el tiempo sustancial adicional tomado por los voluntarios para juzgar los casos “dudosos” refleja la apreciación intuitiva de que los peatones groseros, por arreglos de un destino universal, estarían simplemente recibiendo un adecuado castigo.

La maldad y el consecuente justo merecido en “Los hombres que no amaban a las mujeres” son fruto de la imaginación; los aficionados a las novelas los encontramos entretenidos y nadie sale preocupado de la película. ¿Qué sucede cuando los hechos son reales?

Hace algún tiempo fueron ultimados, en operaciones y continentes separados, dos de los mayores criminales de la historia reciente, Osama Bin Laden en Pakistán y alias el Mono Jojoy en Colombia. Confieso que en ambos casos sentí una silenciosa satisfacción que me invitó a reflexiones. ¿Está bien alegrarse en la muerte de alguien?

La investigación del Doctor Baumard, sin llegar todavía a conclusiones definitivas, aplaca un poco mi desasosiego. Sus primeros resultados dan pistas de que la búsqueda del castigo a los malvados y la consiguiente complacencia por la sanción no son totalmente culturales; la evaluación moral de los actos humanos bien podría tener componentes genéticos.

Hay acuerdo generalizado (si excluimos extremistas fanáticos, sean musulmanes o comunistas) que el mundo está ahora mejor sin esos dos malhechores. Así mismo, y en esto también hay acuerdo, habría muchos menos crímenes en el planeta si no existieran binladenes ni jojoys. Y si esas calañas ni siquiera nacieran, tampoco habría la necesidad de ejecutarlas y sobrarían sus justos merecidos. Quizás algún día, cuando nadie quiera imponer sus creencias a la fuerza y todos respetemos el derecho ajeno, ambas intenciones podrán hacerse realidad.

Atlanta, junio 10, 2011

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