Los seres humanos vivimos en dos planos, bastante diferentes pero íntimamente relacionados: Uno, concreto, tangible, material; el otro, abstracto, sutil, inmaterial. El primero es nuestro cuerpo, la identidad física, el hardware, por así decirlo; el segundo es el yo, la identidad simbólica, el software. No hay controversias sobre la naturaleza de la parte física pues distinguimos, sin problema alguno, a nuestros parientes de las otras especies antropoides. Es en la parte simbólica donde el asunto se complica.
¿Qué significa ‘simbólica’? Un símbolo representa algo más o algo diferente (como una bandera caracteriza un país), o que sugiere algo que no sabemos (como una x para referirnos a una cantidad desconocida). Podemos tocar un computador, pero no su software, así sepamos a perfección cómo funciona; no podemos tocar ‘nuestro yo’ pues es un algo intangible. No obstante, mientras nuestro cerebro esté funcionando correctamente, nuestro ‘sentido de identidad’ es real y, aunque ‘intocable’, sabemos con certeza que existimos.
Cuando miramos hacia afuera, distinguimos las caras y los cuerpos de otros, y sabemos que existen porque podemos verlos. Excepto en las situaciones extremas de comas profundos, comprendemos cuándo otras personas han muerto y sus yo’s han dejado de existir.
Si observamos hacia adentro, conoceremos nuestra individualidad física porque también la sentimos: percibimos nuestro cuerpo con muchísima mayor intensidad que los cuerpos ajenos. Además, el cerebro experimenta nuestro yo; la existencia de los ‘yo’s’ ajenos la deducimos. Solo cada persona es consciente de su propio ser… Eso sí, ‘yo no sabré si existo o no’ mientras esté inconsciente, muerto o en coma.
Al morirnos, el cuerpo se desintegra y el ‘yo’ desaparece… ya no hay entonces conocedor ni conocido. No podemos ser conscientes de nuestra cesación: cuando ya no soy, nada sé ni creo ni siento… Sólo otras personas, no ‘yo’, podrán darse cuenta del momento cuándo este servidor se vaya del todo.
La individualidad física y el cuerpo son entidades equivalentes; tomamos retratos de nuestra cara y los colocamos en nuestros documentos. La identidad simbólica, por el contrario, reside en el cerebro. En la complejidad del software neuronal, las porciones que crean y procesan la experiencia de la individualidad son las más difíciles de entender y concebir.
Sentimos dolor en el cuerpo, pero no en el cerebro, a pesar de que este órgano es el procesador central de todas las señales. Igual sucede en los otros vertebrados, pues el dolor no es algo exclusivo de los humanos.
Además del dolor, los humanos también sentimos sufrimiento. El territorio del dolor es la individualidad material y, bajo el control del cerebro, el dolor se siente en el cuerpo; el cerebro mismo no duele. El sufrimiento, por otra parte, es también un evento mental y su territorio es el yo; el sufrimiento es un sentimiento y todos los sentimientos ocurren en el cerebro.
Para resumir, la identidad simbólica que, como especie, distingue a los humanos de otros seres vivos, se origina en fenómenos materiales pero no es ‘materia’ y no es tangible; el yo es ‘código neuronal’, y no necesita de un espíritu o una esencia inmaterial, en adición a la individualidad física. El yo -la consciencia de nuestra existencia- es un producto extraordinario y sutil de procesos materiales.
Los seres humanos poseemos pues dos identidades complementarias: la física, que bien sabemos desaparece, y la simbólica, que los creyentes religiosos consideran permanente y eterna.
‘En esta única existencia’, los incrédulos sabemos que nuestras identidades, tanto la física como la simbólica, se extinguirán cuando desaparezcamos. Y en esto los creyentes nos llevan ‘las de ganar’: Si les apostamos a que esta es ‘mi’ única vida y tengo razón, pues no existiré para ‘demostrárselo’. Si, en cambio, resucito, reencarno o renazco, como los devotos afirman, claramente sabré que perdí. ¡Qué desconcierto! Con mi cuenta celestial en ‘ceros’, no tendré fondos para ‘pagar’ la apuesta. Y como ‘ladrón metafísico’, saldré pues derechito hacia los infiernos… o renaceré en una especie inferior.
Bogota, agosto 7, 2020