===El temor a la muerte===

________________¿Por qué nos asusta la parca?_________________

Aunque muchas personas mayores repiten con frecuencia que ya cumplieron su misión terrenal y están listas para el viaje final, la mayoría de los  seres humanos deseamos vivir… Y anhelamos que nuestros seres queridos también permanezcan con nosotros.

¿Por qué nos asusta la parca? ¿Por qué queremos vivir más años de los programados en nuestra genética? Primero, por nuestro instinto animal de supervivencia. Y segundo, porque no logramos imaginarnos que estamos muertos… La frase ‘yo no existo’ es incongruente y, su paso por nuestra cabeza, es clara señal de que estamos vivos…

Lo inevitable no debería asustarnos. ¿Por qué entonces le tememos tanto a la muerte? Aceptar nuestra temporalidad es condición inexorable -prerrequisito- de nuestro bienestar emocional mientras existamos y seamos conscientes.

La mayoría de los humanos le tenemos temor a las múltiples manifestaciones del dolor que causan las enfermedades y los accidentes… pero más nos asusta la eventual desaparición de nuestra consciencia. En algún momento, de todas formas, ya no seremos…

Miremos algunos cifras curiosas provenientes de estudios académicos: (1) Las mujeres le temen más a la parca que los varones; (2) ambos sexos muestran particular ansiedad por su mortalidad entre los veinte y los treinta años, y (3) las mujeres experimentan un segundo pico de tanatofobia, así se llama el pánico al último viaje, cuando llegan a sus cincuenta. El misterio de la desaparición parece generar ansiedad a todas las edades, con grados variables de aceptación o rechazo durante los años finales. 

Los incrédulos y los ateos parecen aceptar más y temer menos a su fallecimiento. El porcentaje de la gente con temor alto a morir es ocho puntos porcentuales más elevado entre las personas creyentes que entre las irreligiosas (42% versus 34%). ¿Por qué? Probablemente por los castigos post mortem, sean infiernos o reencarnaciones en seres inferiores, que son parte integral de los credos religiosos.

Quienes creemos en nuestra temporalidad absoluta -léase ‘no existen cielos ni infiernos ni reencarnaciones ni juicios al final de los tiempos- tenemos clarísimo que en cualquier momento nos vamos y nos fuimos… sencillamente, no estaremos.

No parece existir relación alguna entre el grado de religiosidad de una persona y su temor a la desaparición. Este columnista, sin embargo, ha conocido personas muy devotas, para quienes su ‘sumisión a la voluntad de Dios’ las lleva a una ecuánime aceptación de las enfermedades y la muerte. Y una correlación curiosa: A mayor nivel educacional, menor  temor a la desaparición.

Este servidor fue rezandero en su infancia y adolescencia. Su miedo de entonces a  la muerte era consecuencia inevitable de su temor al infierno, el sitio caliente a donde irían todos los pecadores… Como producto de su fe y su confusión, sus pecadillos de entonces le resultaban ‘pecadotes’ mortales, especies de tiquetes expresos a la condenación eterna.   

El temor no era pues a la muerte sino a las temperaturas del infierno. Según el catecismo Astete, que en la escuela primaria aprendimos de memoria, “fe es creer en lo que no vemos porque Dios así lo ha revelado” y “el Infierno es el lugar adónde van los que mueren en pecado mortal” ¿Total? Yo confesaba mis ‘culpas inofensivas’ a los sacerdotes de turno hasta dos veces al mes, no buscando el Cielo, sino tratando de mejorar mis probabilidades de librarme del fuego eterno.

¿Quién -qué entidad- se iría al infierno? Pues mi alma… La noción alma apareció por escrito hace apenas unos tres milenios. La primera referencia a la existencia de un espíritu, paralelo al cuerpo físico, proviene de Homero, hace unos tres milenios. Sugirió el gran griego que los humanos eran los únicos poseedores de alma; hasta entonces… todos los animales, supuestamente, también poseían un espíritu. La consciencia es el gran misterio; los seres humanos nunca la comprenderemos. Sabemos que existimos, por supuesto, pero no logramos imaginarnos que, en algún momento, ya no seremos. Aceptar nuestra temporalidad es una condición inexorable para nuestro bienestar mientras existimos y somos conscientes. Recibamos pues con gozo todos los instantes que nos quedan.

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