Fe metafísica y fe en la ciencia

‘Her’ –‘Ella’, en inglés, en frases como ‘de ella’ o ‘para ella’– es una película de ficción futurista alrededor de Teodoro, un frustrado divorciado que, buscando entretenimiento, se suscribe a un sistema operacional súper-inteligente, ‘googlesco’, emocional, intuitivo, humanoide… Teodoro termina enamorándose de Samanta, la melodiosa voz femenina del inverosímil software. ‘Her’, laureada con el Óscar 2014 a la cinta con mejor guión original, abre por milésima vez el interrogante de un eventual desarrollo tecnológico capaz de crear máquinas que se comporten como si fueran seres humanos.
Dudo que la samanta del cuento, por más orgasmos que finja ella e induzca virtualmente en sus abonados, llegue a existir. Los pronósticos futuristas de tales fantasías son más el fruto de una especie de fe desmedida en el poder de la ciencia que de serias y cuidadosas proyecciones de la posible simulación de la mente humana.
Fe es la creencia firme en algo para lo cual no existe prueba científica. La fe en entidades metafísicas es el fundamento de todas las creencias religiosas, sean dioses, espíritus, ángeles, demonios, cielos o infiernos. La fe metafísica no es única, sin embargo.
Con la expansión descomunal del conocimiento en todas sus ramas, resulta imposible que el cerebro promedio asimile siquiera una diminuta fracción de todo lo que hoy se da por cierto. Esta limitación conduce a otra fe diferente, denominémosla ‘cientista’, que extrapola los descubrimientos de la tecnología y acepta como verdaderos muchos supuestos que nuestros cerebros no alcanzan a entender. Así como la fe metafísica descansa en los profetas que hablan con Dios, la fe cientista se apoya en los eruditos que han inventado, estudiado o entendido lo que para la gente común es misterio.
Demos un ejemplo de fe cientista. El universo dizque comenzó con el big bang (así lo creo) hace unos 13.700 millones de años. Antes de la gran explosión nada existía –ni materia ni energía ni espacio ni tiempo–. “El big bang es un comienzo que requieren las leyes dinámicas que gobiernan el universo”, escribe Stephen Hawking. ¡Caracoles! ¿Había leyes antes? ¿Aparecieron? ¿‘Sabemos’ lo que dice el científico inglés? ¿O lo ‘creemos’ porque proviene de tan importante ‘profeta’ de la física? Sin importar nuestro nivel de comprensión, todos hablamos del big bang y algunos cristianos hasta lo equiparan con el Génesis bíblico.
Los desarrollos de la electrónica ciertamente pueden imitar raciocinios verbales o conclusiones lógicas pero falta muchísimo para que sus portentosos equipos tengan consciencia o sientan emociones; antes deberán ocurrir demasiadas revoluciones en neurología, genética, bioquímica y, tal vez, en campos del conocimiento aún no descubiertos. Dice el neurocientífico Christof Koch, (quien también vio ‘Her’): “El hecho de que un programa de inteligencia artificial pueda hablar como una mujer brillante, súper-eficiente y con una voz seductora, no implica que tal programa tenga consciencia o experimente sentimientos; esto no excluye la posibilidad de que sí existan teodoros convencidos de que las samantas virtuales corresponden su amor”.
Escribo con frecuencia acerca de mi incredulidad en dioses entremetidos en asuntos terrenales y de mi escepticismo sobre la construcción de máquinas sentimentales. Recibo críticas por igual de los ‘fervorosos’ creyentes’ en la realidad de su Dios (algunas bastante virulentas) y de los ‘fervorosos’ adoradores de la tecnología. Los primeros comúnmente son fanáticos religiosos; los segundos, casi siempre ateos… Excepto uno, en particular, cuyo ataque utilizo para concluir esta columna.
Este devoto de fe ciega, tanto metafísica como cientista, me envió una nota insultando mi agnosticismo en materias celestiales y mi desconocimiento de las ciencias terrenales: “Usted ofende a Dios con su incredulidad y al mundo académico con su ignorancia; la tecnología pronto producirá máquinas que superarán la capacidad del cerebro humano en todas sus expresiones”. Y cierra con este broche de oro: “Y esas máquinas creerán en Dios”.
Tengo la certeza de que, al igual que Teodoro, este agresivo creyente se enamoraría de Samanta, cuando esta le pare bolas, a través de su I-Phone 114 o su Galaxy 85. Pero las samantas tecno-creadas que realmente se apasionen y encaprichen por los ‘teodoros’ de carne y hueso… Seguirán en las novelas de ficción por muchas décadas.

Agosto 11 de 2014

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