La Magdalena y el Nazareno

María Magdalena, o simplemente la Magdalena, ha sido víctima de rumores y chismes desde la época misma cuando su nombre apareció en los evangelios. Para católicos, ortodoxos y anglicanos ella fue toda una santa (su fiesta es el 22 de julio) pero las habladurías le han adjudicado papeles tan diversos como prostituta arrepentida, compañera sentimental de Jesús, apóstol número trece, escritora de un evangelio y catequizadora de la Provenza francesa. La confusa fama es tan extendida que hasta su mismo sobrenombre, en alusión al equivocado rol de libertina retractada, ha invadido los diccionarios de varios idiomas. En español “magdalena” es equivalente a “llorona arrepentida” y en inglés “maudlin” es sinónimo de “sensiblera quejumbrosa”.

Comencemos justamente con la peor afrenta a su honra. Resulta que a Gregorio el Grande, un Papa del Siglo VI, le dio por hacer una especie de reingeniería de los Evangelios y reducir en su implantación el número de “marías” que se mencionaban en ellos –eran demasiadas, pensó él– de la misma forma que cualquier consultor elimina posiciones en una organización sin efectuar un análisis responsable de las descripciones de puestos. En esa consolidación de funciones, el bendito Papa reunió en un solo cargo a María, la pecadora penitente a quien casi apedrean los moralistas de entonces, y a nuestra heroína, la que estuvo cerca de Jesús en su calvario y quien fue la primera persona que le vio después de la resurrección. Trece siglos se tomó la Iglesia para reparar el error. En 1969 alguien en Roma corrigió la equivocación y restituyó los dos cargos en el Nuevo Testamento. Desafortunadamente el Vaticano no le hizo suficiente publicidad al ajuste y la pobre Magdalena siguió sobrellevando las dos responsabilidades, la de santa y la de diabla, por algunas décadas más.

El otro gran chisme de la Magdalena es su relación sentimental con Nuestro Señor Jesucristo que hace de ella (el chisme, no Jesús) “el verdadero discípulo amado”. (Aclaremos aquí que magdalena es el gentilicio de los nacidos en el pueblo de Magdala, como María, y nazareno significa que provenía de Nazaret, como Jesús). El respaldo original al supuesto idilio proviene del evangelio apócrifo de María Magdalena, cuyos fragmentos más antiguos, unos pocos manuscritos en griego, datan del siglo III. Una versión más completa del documento, a la que le faltan sólo algunas páginas, es del siglo V y fue escrita en copto, un idioma antiguo todavía utilizado en la liturgia de los cristianos de Egipto. La credibilidad de este evangelio no es contundente (la Iglesia Católica lo desconoce) pero la existencia de fuentes en al menos dos idiomas diferentes y con una amplia separación de doscientos años le concede al texto un indudable nivel de importancia en la literatura cristiana antigua.

El origen del hipotético romance, que El Código de Da Vinci aprovechó espectacularmente, aparece en el texto cóptico y resulta de una conversación entre el apóstol Pedro y la Magdalena en la que aquél le solicita a ésta algunas aclaraciones adicionales a ciertas frases inconclusas del Maestro. El discípulo de Jesús se dirige a ella como la persona que “el Salvador amó más que al resto de las mujeres” y le solicita que les repita a los apóstoles “las palabras que Jesús le haya dicho y que ellos no hayan escuchado”.

Sobre el tema se seguirá especulando por siglos y aparecerán, aguijoneando la imaginación, docenas adicionales de películas y novelas. Pero ¡no señores! Yo no me como este cuento. Jesucristo estaba demasiado ocupado construyendo su Iglesia como para ponerse a levantar una familia. Piensen por unos segundos las reprimendas femeninas que podrían haberse pronunciado durante las rencillas familiares de esta bíblica e imaginaria pareja:

–¿Ya te vas otra vez a hablar paja con esos doce desocupados?

–¡Te he dicho mil veces que le pongas mucho cuidado a ese Judas! ¡Por eso es que no nos alcanza la plata!

–¡Y que ahora no te vaya a dar por convertir agua en vino cada que te provoque tomar trago!

–¡Deja de hacer tanto milagro por fuera y haz alguno aquí en la casa de vez en cuando!”

Con una esposa para atender y sostener, Nuestro Señor se hubiera distraído de sus objetivos primarios. En verdad, Él no tenía ojos sino para su Padre Eterno y estaba tiempo completo dedicado a lo suyo: A hacer milagros y a promover la fe en Dios para salvarnos a los pecadores. Nosotros, los ciudadanos comunes y corrientes, paremos pues de inventar historias y dediquémonos a nuestro milagro cotidiano de subsistir en la situación actual que, con la complicada recesión que atraviesa ahora el planeta, es particularmente difícil de sobrellevar. ¡Bastante falta que nos hace ahora un multiplicador de panes y de peces! Y, mejor aún sería, un buen multiplicador de empleos.

Atlanta, julio 2, 2009

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