La religiosidad: Una conveniencia genética

El fanatismo religioso ha promovido o permitido guerras santas que desde siempre han ocasionado daños atroces en el nombre de Dios. Pero el hecho de que las religiones subsistan, a pesar de sus crímenes y devastaciones, indica que proveyeron ventajas de supervivencia al hombre primitivo, programándose de alguna manera en sus genes. De no ser así, las religiones habrían desaparecido.

Aunque nuestra conclusión central –la religiosidad tiene origen genético– arranca milenios atrás, las premisas que la respaldan provienen del hombre contemporáneo. ¿Tiene la religiosidad ventajas tangibles para los humanos modernos? Aparentemente sí.

Más de doscientos estudios, de grupos cristianos en Estados Unidos y de grupos judíos en Israel, que cubren millares de personas durante períodos de hasta decenas de años, establecen que las personas rezanderas son más saludables y viven más tiempo. El tamaño de las muestras, la duración de las evaluaciones y la medición de una variable tan exacta como la edad al momento de fallecer señalan que la religiosidad sí tiene impacto positivo en la salud.

Los tres componentes de todo credo –culto, moral, dogma– apoyan el bienestar físico y emocional de sus devotos. La participación frecuente en rituales satisface nuestra necesidad básica de identificación con grupos sociales. Según el psicólogo norteamericano Abraham Maslow, pertenecer a algo –a una secta, a un club, a una barra deportiva– es un imperativo humano inferior solo a las necesidades fisiológicas (aire, sueño, agua…) y a las de seguridad (techo, trabajo, estabilidad…). Las religiones llenan con creces (y con frecuencia explotan) esta urgencia natural.

El segundo componente, el normativo, promueve conductas que favorecen el bienestar individual e impulsan el bienestar colectivo. Las personas religiosas son comúnmente moderadas en su alimentación, no consumen sustancias alucinógenas, tienen en promedio uniones matrimoniales más sólidas y, en general, son ciudadanos responsables y emocionalmente estables.

El ritualismo semanal y los mandamientos morales indudablemente contribuyen a la buena salud y a la longevidad. ¿Cómo juegan los dogmas? “Fe es creer lo que no vemos porque Dios nos lo ha revelado”, decía el catecismo del padre Astete. Creer es admitir algo que no se comprende; creer no solo es fácil sino conveniente. Comprender o comprobar es difícil y estresante –no entender nos hace sentir torpes–. Pensar demanda recursos intelectuales, creer no.

A través de la historia, las creencias antecedieron al pensamiento lógico en todos los campos del saber; las religiones aparecieron varios milenios antes que las ciencias. El hombre antiguo se inventó propuestas metafísicas, cuyas reglas de juego podía crear a su amaño, mucho antes de plantear leyes estructuradas a las cuales tendría que ajustarse.

Cuando se cree en poderes superiores, todo resulta sencillo de explicar –el castigo de Dios para las tragedias, la bendición de Dios para las buenas cosechas–. Creer es relajante y divertido, y puede llegar a ser irresponsable; basta apreciar el eterno furor por la astrología, los poderes psíquicos o la comunicación con los espíritus.

La inteligencia lógica produce progreso material y conocimiento, pero también genera incertidumbre y angustia. La vida nunca ha sido fácil, ni ahora ni hace dos millones de años. El sistema de cómputo que nos amenaza el empleo hoy es la bestia que nos podía devorar en épocas prehistóricas. Creer –tener fe en algo que no se comprende, sea sagrado o fetichista– disminuye el estrés y genera tranquilidad; las oraciones repetitivas sosiegan, los rituales simbólicos aplacan.

¿Qué tiene que ver todo esto con evolución y genética? Un porcentaje elevado de los casos de impotencia sexual masculina, no cuantificado porque a los varones nos disgusta el tema, tiene su origen en factores mentales, no en disfunciones físicas. El estrés encabeza la lista de las causas psicológicas. Otro tanto ocurre con la infertilidad femenina, donde las evidencias son categóricas.

Los primitivos que invocaban espíritus eran menos estresados y debieron dejar más descendencia. La selección natural bien pudo centrarse entonces en quienes creyeron en el dios del momento y tuvieron fe en el hechicero de turno; la conveniencia relajante de creer engendró los objetos de sus dogmas. Y en la proliferación y predominio numérico de estos arcaicos creyentes apareció, siguiendo las leyes de la evolución, la predisposición genética a la religiosidad.

Atlanta, abril 6, 2008

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