Lo negativo del pensamiento positivo

Cuando era joven yo quería ser famoso. En verdad, mi deseo real era ser humilde pero la humildad, pensé yo, sin tener primero algún atributo que invite a la vanidad para luego desdeñarlo, carece de todo mérito. ¿De qué puede vanagloriarse un desconocido pobre y antipático? Así que cuando años atrás pasó por mis manos El poder del pensamiento positivo, el exitoso libro del predicador protestante Norman Vince Peale, pensé que mis rutas hacia el triunfo y la consiguiente humildad estaban perfectamente delineadas.

¡Qué equivocación más grande! Los consejos de Norman, cuya versión moderna es El Secreto de Rhonda Byrne, me resultaron inútiles. Las declaraciones al Poder Infinito, en actitud de oración, (“soy una persona maravillosa”, “me llueve la riqueza”, “me admira todo el mundo”) nunca fueron escuchadas. No conseguí dinero ni popularidad ni renombre. Ahora soy, consecuente e inevitablemente, una persona muy sencilla, aunque así a la fuerza, insisto, ello carezca de toda gracia. No obstante mi frustración, no le eché la culpa al método. Yo siempre creí que había usado mal los canales para hablar con las autoridades cósmicas y me imaginaba que, tal vez por no haber entrado bien en la frecuencia alfa, jamás logré sintonizarlos.

No fue así, sin embargo. La falla no estuvo en mí sino en la teoría; el pensamiento positivo, por “positivo” que lo mercadeen, no lleva a ninguna parte: ni a la riqueza ni al poder ni a la fama. El pensamiento positivo es una mina de oro donde únicamente sus abogados –predicadores o laicos, escritores o conferencistas– extraen el preciado metal que ellos sí les sacan a manos llenas a los ingenuos.

Hay algo peor aún. Según una investigación canadiense reciente, el pensamiento positivo le hace especial daño a aquellos que, por tener una deficiente autoestima, serían los beneficiarios mayores de la sobrevendida especulación. El estudio en cuestión fue efectuado por los doctores Joanne Wood, Elaine Perunovic y John Lee de la Universidad de Waterloo. La muestra del proyecto fue seleccionada entre personas con evaluaciones en la tercera parte superior y la tercera parte inferior de la Escala de Autoestima de Rosenberg. Durante cuatro minutos, todos los participantes escribieron en papeles los sentimientos y pensamientos que aparecían en sus cabezas; unos tenían que repetirse la frase “soy una persona encantadora” en paralelo con sus anotaciones mientras que los restantes, el grupo de control, se limitaban a escribir.

Norman Vince Peal debe estar removiéndose en su tumba pues las conclusiones finales del estudio dejan por el suelo su doctrina. El estado de ánimo de los pesimistas (el tercio inferior de la escala) empeoró con el ejercicio y el de los de alta autoestima (el tercio de arriba) escasamente mejoró. El pensamiento positivo, en consecuencia, de muy poco le sirve a los ya optimistas y es bastante perjudicial para quienes supuestamente más lo necesitan. La doctora Wood sugiere que las afirmaciones artificialmente entusiastas de las personas con baja autoestima no solo entran en conflicto con sus propias percepciones sino que deterioran aún más su ya reducida autoimagen.

Con las millonarias ventas de “El Secreto”, por supuesto que Rhonda Byrne no dirá palabra alguna sobre el estudio canadiense. Yo, en cambio, si estoy muy contento de conocer el respaldo académico a la inutilidad, cuando no al daño, del pensamiento positivo. Me queda, sin embargo, una gran duda acerca de la frívola doctrina. ¿Sería que las repeticiones afirmativas me bloquearon de alguna forma mi camino al éxito? Es posible que, si jamás hubiera leído a Norman Vince Peale, Napoleón Hill (Piense y hágase rico), o Maxwell Maltz (Psicocibernética), yo hubiera sido famoso. Y como mi siguiente paso era renunciar, con mucha seriedad y sinceridad a la celebridad, en este momento mi humildad y mi sencillez (virtudes de las cuales estoy muy orgulloso) serían muy auténticas, sin cabida posible para falsas e inevitables modestias.

Atlanta, agosto 11, 2009

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