Explicar los fenómenos que contradicen la intuición, nuestra facultad de entender algunas cosas sin necesidad de razonar, resulta difícil y aceptar aquello que no es evidente demanda fe. Pues, por más demostradas que estén, en estos dominios se mueven buena parte de las conclusiones de la teoría de la relatividad y casi todas las de la mecánica cuántica. El tema de esta nota es la confusión de la física moderna; mi intención no es aclarar tal confusión –misión imposible– sino reírme un poco de ella y compartir con ustedes mi desconcierto.
Hasta un poco más de un siglo todo era clarísimo. La atracción de la Tierra a cualquier objeto no era algo para entender sino para sentir y… sufrir. Si usted se caía de un cuarto piso se sabía que la cosa era grave –por eso Isaac Newton llamó Ley de la Gravedad a su famoso descubrimiento– y usted se mataba o quedaba bien maltrecho. Con unas cuantas ecuaciones que enseñaban en bachillerato, las leyes del movimiento que postuló Isaac explicaban espacio, tiempo, fuerza y demás variables relacionadas.
Pero tenía que venir Albert Einstein, Premio Nobel de Física en 1921, a poner el desorden. Con sus dos teorías de la relatividad, elaboró unas cuantas perlas preciosas: Que el espacio es curvo (explíquenme esto); que el tiempo se encoge (esto no lo veo muy lógico pero yo lo estoy experimentando: mi tiempo se está agotando y está pasando más rápido); que la velocidad relativa de la luz con respecto a un objeto móvil es constante no importa si el objeto se está alejando o acercando a la fuente; que espacio y tiempo son un continuo único inseparable (¿que qué?). Sin importar lo extrañas que parezcan, estas frases han sido requeteprobadas en sofisticados laboratorios donde solo entran los expertos.
No obstante lo raras, las paradojas de la relatividad son tablas de multiplicar –cuatro por cinco, veinte– para lo que siguió después con la mecánica cuántica. Aquí metieron la mano, además del mismo Einstein, varios otros nobeles de física, entre ellos, los también alemanes Max Planck y Werner Heisenberg, el danés Niels Bohr, el francés Louis de Broglie, y el austriaco Erwin Schrödinger.
¿Qué sugiere la mecánica cuántica? Según su interpretación, lo que está allá afuera, lo observado, lo que perciben nuestros sentidos, no puede separarse del proceso de medir que ejecuta el científico, el observador; la ejecución de la medición dispara cambios inevitables en lo que se está midiendo. Por ejemplo, a una partícula subatómica los investigadores le pueden determinar su momento (su masa por su velocidad) pero, en el instante mismo cuando miden esta variable, la partícula se les pierde y no pueden saber dónde está; el observador genera cambios en lo observado. (Algo parecido ocurre con algunas chicas cuando, utilizando escotes generosos, ponen en exhibición sus bellezas pectorales. Pero en el instante mismo que usted mira tales bellezas, ellas –las chicas– se suben su blusa y lo que estaba a la vista se pierde: El observador modifica lo observado).
Dos frases breves, de fuentes muy autorizadas, ponen a esta teoría en su apropiado nivel de complejidad. “La mecánica cuántica trata la naturaleza tal como es: absurda”, dijo el físico norteamericano Richard Feynman. “Quien no se asombra con la mecánica cuántica es porque no la ha entendido, agregó Niels Bohr. En cuanto a mí, yo me asombro ¡y mucho! pero sinceramente las implicaciones de la física cuántica no caben en mi cabeza y a esa confusión me refería en el encabezamiento de esta nota.
Por fortuna no necesitamos entender ni lo “relativo” ni lo “cuántico” para beneficiarnos de sus aplicaciones. Diariamente encendemos el televisor sin maravillarnos de los cerebros que están detrás de su invento. La energía nuclear, los aceleradores de partículas, las telecomunicaciones, los rayos láser, los transistores, los microscopios electrónicos y la resonancia magnética son, entre muchos otros prodigios, resultado y aplicación de las famosas leyes.
Sin embargo, esto no es todo y existe todavía una paradoja aún mayor. La teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, que se mueven en territorios diferentes –aquélla en lo macro, ésta en lo micro– son incompatibles, se excluyen entre sí. Dizque ambas no pueden ser ciertas ¿qué tal eso? A pesar de su contribución a la misma, Einstein nunca aceptó la confusión cuántica. “Dios no juega con los dados”, dijo en alguna ocasión. (Orgulloso me siento de compartir mi extrañeza con Albert). Y, como si fuera poco, al final de las cuentas cósmicas ninguna de las dos teorías presenta una explicación satisfactoria de cómo se inició el universo ni de qué había antes, si es que antes había algo.
Esto último preocupa a los filósofos. El escritor franco-argelino Albert Camus reconoció la importancia de la comprensión de los fenómenos de la naturaleza (las aplicaciones prácticas hacen imposible negar los beneficios de una teoría) pero rechazó la posibilidad de que tal entendimiento pueda contribuir de manera alguna a nuestra apreciación del valor y el sentido de la vida, así aclaren el origen del cosmos. (Por ello lo tildaron de existencialista, aseveración que él negó). Yo, que ando en busca de la ecuanimidad, prefiero entonces referirme a las paradojas de la física moderna con la hilaridad de esta nota.
Un amigo, en cambio, opta por una tercera postura (existencialismo o ecuanimidad no son las únicas alternativas). Frustrado ante la complejidad de lo macro y lo micro, él prefiere moverse en la dirección de la fe y de la religión. “Yo me quedo con Dios”, me dijo recientemente. Y nos hizo reír mucho a todos los que le escuchamos.
Julio 17, 2009