Mi YO físico no es ni permanente ni mío

Usted y yo dizque somos organismos multicelulares –el multi es bien multi: diez millones de millones de células–. Las bacterias son microorganismos unicelulares –el micro es bien micro: millonésimas de metro–. Las bacterias son mucho más pequeñitas que las células pero, si en nuestro cuerpo hubiera elecciones para definir quién manda, las bacterias ganarían por diez a uno. Somos pues mucho más multibacteriales que multicelulares. “Debajo de nuestras diferencias superficiales todos somos comunidades caminantes de bacterias“, dice la bióloga Lynn Margulis. Nuestros huéspedes viven en su gran mayoría en los intestinos formando la llamada flora bacteriana (¿seremos nosotros la fauna?)

¿Constituyen las bacterias algo de mi “yo”? Esos bichitos nacen, se reproducen y mueren dentro de nosotros y a todos nos toca regalarles el arriendo y la alimentación. En kilogramos son como la décima parte de nosotros. Unos pocos son perjudiciales, otros cuantos benéficos y otros más absolutamente necesarios para nuestra supervivencia. Si se mueren estos últimos, nos morimos con ellos; son pues candidatos perfectos para considerarlos una parte integral de mi “yo”. Las fronteras del “yo” físico son en verdad muy tenues y de la mayoría de las quinientas especies invasoras desconocemos por completo su utilidad o daño. Así como el proyecto del genoma humano se dedicó a identificar la secuencia de los pares de bases (nucleótidos) de nuestros veinticinco mil genes, un proyecto denominado microbioma, iniciado en 2007, pretende censar y caracterizar a nuestros co-residentes e identificar la relación entre sus variaciones de cantidad y la salud (o la enfermedad) de sus anfitriones.

Pero el asunto del “yo” no es solo de masa y volumen sino además de duración y tiempo. Como las bacterias, nuestras células también nacen y se mueren; muchas inclusive se suicidan. La mucosa gástrica, por ejemplo, se regenera totalmente cada tres días. Otras células, en cambio, pueden durar muchos años –quince en el caso de huesos y músculos– y parece que las neuronas del nacimiento nos acompañan hasta tumba y escasamente se reemplazan. (¡Ojo los tomadores! Cada borrachera puede matar ochenta millones). Sin embargo, aunque algunas células duren años, las moléculas que las conforman entran y salen permanentemente manteniéndose constante, eso sí, el ADN o codificación genética. El ADN es lo único que permanece a lo largo de nuestra vida siendo algo así como una especie de software, más o menos invariable, que se procesa en el hardware cambiante de nuestro cuerpo.

Sin los detalles que provee la ciencia, el Buda comprendió intuitivamente la transitoriedad y la temporalidad –la impersonalidad, la inexistencia de entes eternos– de los seres vivos. “Todo lo que le hace creer al ser humano que posee una esencia perdurable –su cuerpo, sus sensaciones, sus percepciones, sus reacciones condicionadas, su cognición– es transitorio (se renueva permanentemente) y, por lo tanto, no existen entidades eternas asociadas a ningún ser vivo”, dijo hace veinticinco siglos. En uno de sus análisis del asunto, el Buda se hizo las mismas preguntas que se hacen hoy biólogos y los psicólogos: ¿Dónde reside mi “yo” eterno? El antiguo sabio examina los elementos del cuerpo humano para sugerir que, uno por uno, ellos son solo fenómenos físicos en los que no hay ni ego eterno ni espíritu perpetuo. La lista que examina el Buda es interesante; en nuestro “costal de piel” aparecen cerebro, corazón, huesos, intestinos, hígado, sangre, dientes… pero además sudor, lágrimas, saliva, heces y orines (con los cuales expelemos células y bacterias por cantidades).

Los últimos dos elementos son una buena adición en peso a nuestro diez por ciento bacteriano. Bien sabemos que si no producimos y retiramos las heces y los orines, tampoco digerimos ni evacuamos y, más pronto de lo esperado, nos morimos. Dependiendo de la hora del día, los tales elementos que llevamos dentro pueden ser un porcentaje importante de nuestro peso total. Puede que haya dudas acerca de si las bacterias indispensables son o no agregados de mi “yo” pero, y de eso sí estoy seguro, sin necesidad de investigaciones científicas o ponderaciones filosóficas: Nadie, absolutamente nadie, –por ególatra, egoísta, egomaníaco o egocéntrico que sea– se atrevería a decir que sus excrementos son parte fundamental de su ego. Y, mucho menos, de su alma.

Atlanta, diciembre 28, 2008

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