¿Piensan igual todos los ateos?

 El mundo cristiano celebra por estos días el advenimiento de Jesús, Dios e Hijo de Dios, y la segunda persona de la Santísima Trinidad. Paradójicamente, la figura de Jesús es también el origen de la división entre las religiones judeocristianas y de la proliferación de corrientes y sectas dentro del mismo cristianismo.

Para los judíos, Jesús no fue el mesías que ellos estaban esperando; para los musulmanes, Jesucristo fue un profeta y Alá es el único Dios. Una vez surge una división entre los creyentes de causas intangibles, se torna imposible lograr acuerdos razonados que restauren la unidad.

Sería de esperar entonces que quienes niegan la existencia de Dios, personas lógicas y librepensadoras, conformarían una gran corriente sólida y unificada de pensamiento, con adherentes que aceptan solo lo tangible y lo medible, y cuyo comportamiento se rige solo por las ciencias exactas y la razón. No es así, sin embargo.

Como resultado de la intrínseca imprecisión de los términos ‘dios’ y ‘divinidad’, los que no creen en seres supremos inmateriales son también encasillables en denominaciones imprecisas como ateos pragmáticos, ateos positivos, ateos implícitos… En una confusión extrema del vocablo, los romanos de la antigüedad acusaban de ateos a sus contemporáneos cristianos porque no rendían tributo a sus deidades paganas.

Al comienzo de nuestra vida, todos somos ateos y, en consecuencia, poseemos mentes en blanco listas para convertirnos eventualmente en creyentes. A medida que progresamos en nuestro desarrollo intelectual, abrimos puertas a la posibilidad de volvernos adeptos de casi cualquier causa. “En algún momento todos necesitamos creer en algo”, sostienen muchos devotos.

Los verdaderos ateos no surgen pues del análisis o el estudio sino de la preservación del silencio puro y descontaminado de todo niño; los ateos de nacimiento -los verdaderos ateos- son aquellos que nunca hablan de Dios y que jamás se han preocupado de su realidad o su ficción; estas personas simplemente dejan transcurrir su existencia, sin ansiedad alguna por lo que vendrá después de la muerte.

John Gray, profesor ateo de filosofía de la Escuela de Economía de Londres, ya retirado, acaba de publicar un libro cuyo título -Seven Types of Atheism (Siete tipos de ateísmo)- dio origen a esta nota. Para clasificar las variedades de ateísmo el doctor Gray analizó la vida y la obra de numerosos pensadores incrédulos de la historia moderna -John Stuart Mill, Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche, Bertrand Russell- entre muchos otros incrédulos y escépticos.

Siempre ha sido más fácil contradecir cualquier teoría controversial que defenderla y quienes desconocen la existencia de seres supremos, bien podrían aliarse alrededor de su punto de vista común. En su libro, el doctor Gray confirma que, paradójicamente, los ateos están bien lejos de tal unidad y existen al menos siete variantes de ateísmo, que el filósofo clasifica alrededor de los pensadores que las han desarrollado.

¿Por qué resultan tantas opiniones alrededor de cualquier hipótesis o de su negación? ¿Por qué no hay acuerdo ni sobre la naturaleza de los seres metafísicos ni en los argumentos de quienes sostienen que tales entidades no existen? Recuerdo ahora mi profesor de lógica en bachillerato quien me enseñó que la declaración de cualquier teoría abre de inmediato la posibilidad de su negación.

Este columnista, devoto de Jesús hasta su mediana juventud, se limita ahora a sacarle el cuerpo a las especulaciones etéreas, prefiriendo declararse agnóstico, sin adoptar posición alguna con respecto a la existencia o inexistencia de entidades etéreas. En la rutina de su vida, este servidor se limita a ceñirse, no siempre con éxito, a los mandamientos de conducta propuestos por el mismo Buda, que nada tienen que ver con divinidades: (1) abstenerse de hacer daño, (2) abstenerse de robar, (3) abstenerse de entrometerse sentimentalmente cuando se perturban relaciones existentes, (4) abstenerse de mentir, y (5) abstenerse del uso de sustancias intoxicantes.

Para los agnósticos, la adhesión a entidades premiadoras o castigadores resultan innecesarias; tanto el cielo como el infierno, metafóricamente hablando, están aquí en la Tierra. Y cuando al final nos vayamos… Pues nos habremos ido para siempre: Nuestra vida aquí sobre la Tierra es nuestro premio o nuestro castigo. Y, para cerrar esta nota, un deseo final: La expresión y el espíritu de paz al que invita la navidad deberían ser rutinarios y permanentes… no solamente decembrinos.

Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde occidente’
@gustrada1

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