¿De quién es su cadáver?

Recientemente doné mi cadáver a la ciencia. Corrijamos esto; alguien va a donar un cadáver a la ciencia –ojalá se demore un buen tiempo– porque cuando esté disponible, yo ya no seré. Si no pienso, no existo. Y si no soy ni estoy ¿quién es el dueño del cadáver? ¿Quién es el donante?

Yo firmé una carta de intención (eso fue lo que en verdad hice), con testigos formales y aprobación de mi cónyuge, en la cual dejo instrucciones para que, una vez el Árbitro Supremo le dé su pitazo final a mi partido, el cuerpo sea entregado a una universidad. Allí entonces, en “muerto” y en directo, unos cuantos estudiantes de medicina se instruirán conmigo­, bueno, no conmigo sino a través de lo que fue mío. Yo no estaré intentando aprender fisiología con unos cuantos extraños (ya es muy tarde, siempre confundí las trompas de Eustaquio con las trompas de Falopio); “yo” (?) sí, en cambio, les estaré enseñando anatomía y, más exactamente, la anatomía que albergó mi vida.

¿Por qué decidí hacer esto? Por dos razones. En primer lugar, por un motivo altruista, porque en Estados Unidos, donde resido, al igual que en otras regiones desarrolladas, los cadáveres están escaseando. ¡Cómo voy a permitir que incineren uno sobre el cual tengo algunos derechos! La gente en los países ricos está durando más y más –el promedio de vida aumenta cuatro horas por día­– y se está muriendo menos y menos. Las facultades de medicina disponen escasamente de un difunto para toda una clase y, si alguien quiere palpar un órgano ajeno, le toca acudir a los estudiantes vecinos.

En los países pobres, en contraposición, hay restos mortales de sobra. Nadie reclama los cuerpos de los NN’s que fallecen en riñas callejeras, crímenes, desastres, accidentes o indigencia­. En consecuencia, cada aprendiz de galeno tercermundista puede disponer de su propio material de estudio.

Hay pues contrastes. Los países del primer mundo tienen un excelente nivel de vida para alargar y disfrutar pero un deficiente nivel de muerte para estudiar e investigar. Yo quise pues poner mi grano de arena­ –mi bulto de huesos, músculos y nervios– en la resolución de esta disparidad

En segundo lugar, por un motivo financiero, porque los funerales, todo incluido, sea entierro o cremación, cuestan un ojo de la cara. Si fuera de la cara del muerto, pues no importaría. Pero si es del bolsillo de la viuda, allí sí habrá dificultades. Tras condolida (eso creo) por mi desaparición y confusa (no sabrá qué parroquia ni funeraria contratar para las honras fúnebres), tendrá que rebuscarse los fondos para cubrir unos gastos sustanciales.

Cuando se dona el cadáver, por el contrario, no hay velación, ni misa, ni flores, ni vestido negro… No hay tampoco comida formal (¿Sabían ustedes que en los sepelios de Estados Unidos es costumbre ofrecer cena?). La velación misma dura hasta nueve días. La única acción a tomar, según las instrucciones de la universidad, es el despacho del difunto en ambulancia expresa hasta la Facultad de Medicina, tan pronto como ocurra el deceso. Los cadáveres tienen que estar “frescos” (para que sean útiles) y enteritos para que la lecciones sean completas (no puede haber donación de órganos).

Esta aproximación a mi muerte será mi última oportunidad para simultáneamente ayudar a la humanidad y ahorrarle dinero a mi esposa. Le vi tanto sentido a todo esto que quise venderle la idea a otras cuantas personas. En una reunión con un grupo grande de amigos, decidí motivarles para que copiaran mi estrategia mortal.

¡Oh sorpresa! Tan solo dos personas expresaron algún interés en renunciar al ritual tradicional. Los demás asistentes guardaron silencio; por razones religiosas, presumo, ellos respetan el espíritu que les ha de sobrevivir y confían en la resurrección de su carne.

En un intento final, desde mi incrédula posición, hice al grupo la pregunta que encabeza esta nota: “¿De quién es su cadáver?” Nuevo silencio. Solo una recatada señora, tras rechazar enfáticamente cualquier posibilidad de ceder su organismo, opinó: “¡Yo no puedo hacer eso!”. Su argumento, sin embargo, no estuvo apoyado en razones espirituales de ninguna clase; por el contrario, sus pretextos fueron bien corporales. Agregó luego tímidamente: “Me da mucha pena que me vean en pelota. Y yo sin siquiera poderme tapar el c… O, al menos, la cara.”

Atlanta, octubre 16, 2010

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